viernes, 15 de febrero de 2013

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En el dique, Nicolás, Niko, Lucas y Mauro miraron al cielo, soltando una andanada de referencias nerd ante la explosión nuclear en miniatura. Aunque entretenidos discutiendo sobre las probabilidades de ser aplastados por un fragmento y la posibilidad de haber destruido una nave extraterrestre en misión de paz -y las consecuencias de esto- ni Nicolás ni Mauro podían sacudirse una horrible sensación de aprensión.

En el Portal, el Último se agitaba ansiosamente, impulsado por una sensación que no provenía de ninguno de sus múltiples órganos sensoriales. Estaba comenzando El Evento, que, nefasto como era, era necesario para el ascenso del Elegido. Sólo era cuestión de tiempo.

En el salón de costura de su casa, Elvio soltó un bostezo mientras en la pantalla, la transmisión de la Operación Wormwood se cargaba con exasperante lentitud. Para ser el hecho científico del siglo, la cobertura era malísima, incluso indigna. Resignado a tener que ver las repeticiones, se levantó, apagó la pc y revisó las puertas para asegurarse de que estuvieran cerradas. Afuera, sus perros dormían.

En frente del hospital Marcial Quiroga, dos delincuentes que jamás volverían a prisión tomaban coraje del pico de un tetra brik, so pretexto de festejar su futuro éxito. Mirando el cielo entre las nubes del paco y el vino, decidieron que era luz brillante era el visto bueno de Dios para la misión que iban a acometer. Revisaron las armas que llevaban encima y se aproximaron a la entrada de la Guardia.

En su casa del barrio Universitario, Santiago sacudía su blonda cabellera al son de Die Antwoorten, mientras su hermano Fabrizio hacía inútiles esfuerzos para hacerse oír por sobre la música para despedirse. Resignado al fracaso, Fabrizio revisó el fondo, donde la perra de la familia ladraba incesantemente. Para su desazón, había más excrementos de rata que el día anterior. Habría que hacer algo. Maldiciendo la inutilidad de la gata y la estupidez de su hermano, salió a la noche sin mirar atrás.

En el Control de Misión de la NASA, mientras todos celebraban el impacto de la pequeña ojiva que había destruido el meteorito, el doctor Conrad se inclinó sobre un monitor con la helada sensación de haber descubierto un error de cálculo. Al parecer, había un error en el cálculo de la dispersión... error que sólo podía haberse dado a tal escala si antes se hubiera cometido un error analizando la velocidad, la trayectoria o... la composición. Si el error se hubiera dado en las dos primeras, el proyectil jamás hubiese impactado. Con el irracional presentimiento de haber condenado a la humanidad, el doctor Conrad llamó a sus asistentes.

Y a miles de kilómetros de altura, con su corteza violentamente partida por el impacto del arma humana, la cosa que llamaban YTR-14N se partió en dos, liberando la condenación absoluta sobre la humanidad.

lunes, 11 de febrero de 2013

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El oficial Salinas miró con antipatía a la doctora Valenzuela.
Lo que le desagradaba no era su cara (redonda, de ojos hundidos y medio kilo de maquillaje, rematada con una doble papada) ni su ropa (una hectárea de gabardina por abajo y una blusa a punto de escupir sus botones por arriba, rematados por un guardapolvo gastado) sino el sobre en su mano y las palabras que lo complementarían.
-Es maligno.
Salinas resopló. Había mirado el resultado de los análisis antes, pero no tenía una confirmación oficial de sus temores.
-¿Cuánto tiempo, Mabel?- dijo el policía.
-Todavía no sé. Tengo que hacer más estudios.-respondió Valenzuela.
-Mierda – dijo Salinas, hundiendo la cabeza en el pecho. –En este laburo uno nunca sabe si va a estar al otro día. Pero morirse así…
La doctora suspiró. Siempre era duro dar estas noticias. La vida de un oncólogo estaba llena de momentos así.
–Te hago un certificado. Si querés, te puedo hacer uno de incapacidad. –Ante la mirada confusa del policía aclaró: -Así, vas a poder pasar más tiempo con tu familia.
-¿Podés? Gracias.
El policía se levantó como si el aplastante peso de su propia mortalidad estuviera en sus hombros y se dirigió hacia la guardia.
Totalmente ajenos al predicamento de Salinas, afuera del hospital esperaban Julián Hauscarriague (alias El Llanta) y Jonathan Mamaní (alias El Yoni), ambos con salidas transitorias del Penal de Chimbas y en un aceptable estado de salud.
La razón de su visita, Marcos Olivera (alias El Lengua), había ingresado minutos antes con dos puñaladas en el tórax, causadas por ellos mismos. Olivera tenía información que podía no sólo revocar las salidas transitorias de sus agresores, sino que podía prolongar sus condenas en varios años, hecho que sacó a relucir en la discusión que precedió a las puñaladas.
Ante la posible supervivencia del agredido, El Llanta y El Yoni decidieron asegurar su silencio. El alcohol, las drogas y el miedo los convencieron de que atacarlo en la misma sala de guardia era una buena idea.
Ninguno viviría para darse cuenta de lo equivocados que estaban.