3-
El doctor
Conrad miró el monitor que mostraba el descenso del meteoro. Era una sensación
extraña, ver un escenario hipotético sucediendo en realidad. Supuso que el
resto de técnicos en esta estación de control de la NASA sentirían lo mismo.
La
operación Wormwood estaba por comenzar.
Conrad
repasó mentalmente las generalidades del caso: un asteroide de 1 kilómetro de radio
llamado YTR-14N, pasando a unos 10 kilometros de la atmósfera, con un campo
magnético inusualmente fuerte. Lo suficiente para perturbar o incluso dañar
mucha de la maquinaria eléctrica sobre la franja de la Costa Este. Los
contribuyentes de New York no estarían felices si sus gadgets tecnológicos se
volvían basura, y ni hablar de los marcapasos de esos vejetes en Washington.
Así que todo se reducía a poner un misil en la superficie de la roca antes de que se acercara demasiado.
Así que todo se reducía a poner un misil en la superficie de la roca antes de que se acercara demasiado.
Por
supuesto, estaba la posibilidad de que algo saliera mal, y los cerebritos en
Washington decidieron que sería más barato llevar la operación al cielo de un
país extranjero que arreglar todo desde casa. Si el misil estallaba antes de
tiempo, lo haria sobre Argentina. Si algún pedazo del meteoro no se
desintegraba y caía a tierra, lo haría sobre Argentina. Se hizo todo lo posible
para convencer a los argentinos de que no había riesgos, y como de costumbre,
se lo creyeron. Al menos los gobernantes, que eran los que importaban.
Pero si todo salía como debía, Argentina estaba a salvo. El meteoro se desintegraría en una nube de fragmentos que se volverían polvo al cruzar la atmósfera. Según los meteorólogos, el polvillo se diseminaría por el aire, sin que un solo fragmento visible llegara jamás a tierra.
Por supuesto, que todo saliera como debía era su responsabilidad. Se crujió el cuello y empezó a dar órdenes.
Pero si todo salía como debía, Argentina estaba a salvo. El meteoro se desintegraría en una nube de fragmentos que se volverían polvo al cruzar la atmósfera. Según los meteorólogos, el polvillo se diseminaría por el aire, sin que un solo fragmento visible llegara jamás a tierra.
Por supuesto, que todo saliera como debía era su responsabilidad. Se crujió el cuello y empezó a dar órdenes.